En las gradas de un estadio, mirando un partido de fútbol y apoyando a los de la camiseta roja, equipo en el que juega Princecita, la hija de cuatro años de mi amiga R. Después del rotundo triunfo decidimos ir a festejar, caminamos en medio de un gran mercado y encontramos una cantina, en la cual un mariachi entona las rancheras de nuestra preferencia. Bebo tequila y emito desde mi ronco pecho todas las de José Alfredo, estoy tan concentrada que no me doy cuenta en qué momento Princesita y R. han desaparecido y la cantina deja de ser cantina y se convierte en un bar muy nice de un hotel de lujo.
miércoles, 11 de junio de 2008
Furiosa con R.
domingo, 1 de junio de 2008
Él y la regadera
Él tenía tres guaruras (guardaespaldas), todas ellas mujeres, altas, esbeltas, muy guapas. Yo lo único que pedía era bañarme en el baño enorme de la suite de su hotel, no me lo permitían. Explicaba de mil maneras que Él era mi amigo, me había invitado y yo añoraba el regaderazo como nada en mi vida.
No me explicaba muy bien la necesidad del baño, no me sentía sucia, pero el espacio me parecía realmente atractivo. Miraba esa regadera, como una pecera rodeada de cristal, con paredes y pisos de helado marmol; adornos cromados: metálicos y brillantes. Me imaginaba bella sirena chapoteando ahí.
Ellas me empujaban, no me permitían el paso y yo alegaba más y más, hasta quedarme dormida del cansancio. Cuando despertaba estaba en la cama del dueño de la suite, Él me abrazaba al dormir y yo comenzaba a buscar a las guardaespaldas para que vieran el grado de intimidad entre nosotros, a ver si así de una vez por todas me permitían usar esa lujosa regadera, pero ellas no estaban más y el baño tampoco. Ya sólo había obscuridad, sábanas revueltas y ahora Él y yo instalados en un cálido y eterno abrazo.
No me explicaba muy bien la necesidad del baño, no me sentía sucia, pero el espacio me parecía realmente atractivo. Miraba esa regadera, como una pecera rodeada de cristal, con paredes y pisos de helado marmol; adornos cromados: metálicos y brillantes. Me imaginaba bella sirena chapoteando ahí.
Ellas me empujaban, no me permitían el paso y yo alegaba más y más, hasta quedarme dormida del cansancio. Cuando despertaba estaba en la cama del dueño de la suite, Él me abrazaba al dormir y yo comenzaba a buscar a las guardaespaldas para que vieran el grado de intimidad entre nosotros, a ver si así de una vez por todas me permitían usar esa lujosa regadera, pero ellas no estaban más y el baño tampoco. Ya sólo había obscuridad, sábanas revueltas y ahora Él y yo instalados en un cálido y eterno abrazo.
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