domingo, 1 de junio de 2008

Él y la regadera

Él tenía tres guaruras (guardaespaldas), todas ellas mujeres, altas, esbeltas, muy guapas. Yo lo único que pedía era bañarme en el baño enorme de la suite de su hotel, no me lo permitían. Explicaba de mil maneras que Él era mi amigo, me había invitado y yo añoraba el regaderazo como nada en mi vida.

No me explicaba muy bien la necesidad del baño, no me sentía sucia, pero el espacio me parecía realmente atractivo. Miraba esa regadera, como una pecera rodeada de cristal, con paredes y pisos de helado marmol; adornos cromados: metálicos y brillantes. Me imaginaba bella sirena chapoteando ahí.

Ellas me empujaban, no me permitían el paso y yo alegaba más y más, hasta quedarme dormida del cansancio. Cuando despertaba estaba en la cama del dueño de la suite, Él me abrazaba al dormir y yo comenzaba a buscar a las guardaespaldas para que vieran el grado de intimidad entre nosotros, a ver si así de una vez por todas me permitían usar esa lujosa regadera, pero ellas no estaban más y el baño tampoco. Ya sólo había obscuridad, sábanas revueltas y ahora Él y yo instalados en un cálido y eterno abrazo.

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